Al llegar a México en 1875, José Martí tenía apenas 22 años. Sufría de las lesiones que el presidio político le había ocasionado en Cuba, y arrastraba no sólo las marcas del grillete en su tobillo derecho, sino también una dolencia testicular de la que había sido posteriormente operado, algo que aseveraría su amigo Fermín Valdés Domínguez y que corroboraría la autopsia de 1895. Y llevaba consigo el gran dolor del exiliado que necesitaba replantearse completamente su vida. Hablamos no ya de un prócer en ciernes, sino de un joven a expensas de los arranques sentimentales, de sus dudas, de sus disposiciones políticas, consciente de la pérdida pero también de lo que implica cada ganancia.
Martí asiste en México a las tertulias del Liceo Hidalgo, donde conoce la famosa historia de Rosario de la Peña, musa de la intelectualidad mexicana de entonces, con su profunda belleza melancólica, a la que llamaban Rosario “la de Acuña” porque era comidilla de todos que el poeta Manuel Acuña se había envenenado el 8 de diciembre de 1873, a sus 24 años, con una dosis elevadísima de arsénico, y fue hallado su cadáver según cuentan en la habitación de su hotel junto a un “Nocturno” dedicado a Rosario. El amor frustrado entre ambos fue la causa que se adjudicó entonces a la muerte de Acuña, y Rosario fue culpada de aquel suicidio. Había por entonces el bando de quienes despotricaban contra la muchacha, y aquellos que la defendían. El joven Martí conoció y sucumbió a los encantos de Rosario de la Peña, una damisela de exquisito trato, belleza y sensibilidad, para quien las maneras del extranjero cubano le resultaban curiosamente atractivas. No hace falta agregar que aquella relación devino otro idilio, puesto que quien logró conquistar a Rosario fue otro poeta, Manuel María Flores.
Según se conoce, la casa de Rosario de la Peña fue un sitio obligado de encuentro para muchos de los escritores del segundo Romanticismo mexicano. Martí, quien estaba de paso por tierras mexicanas (recibido e instalado en la casa del diplomático Manuel Mercado), participó también de aquellas tertulias. Hoy traigo una carta que le dedica a la joven mexicana en 1875. Curiosamente, es el mismo año en que escribe su texto de elogio a Luisa Pérez de Zambrana, donde aprovecha para atacar a la Avellaneda bajo el seudónimo de Orestes. Fijaos en el parecido físico que debieron tener las dos mujeres, aunque en los retratos de su juventud, la cubana era aún más bella, más trigueña, e igualmente delicada y espontánea. ¿Alcanzaría esto para explicar esa predilección por un ideal específico de belleza femenino en Martí, más cercano a las dotes físicas de Luisa y Rosario?
Carta de amor a Rosario de la Peña,
[México, 1875]
Rosario:
Decía yo anoche la verdad. Tristezas como sombras me anonadan a veces y me envuelven. Y tienen estas pequeñeces tan real grandeza, y crezco yo en ellas tanto y me muevo yo tan bien, que -aunque yo no soy más que una perenne angustia de mí mismo- todavía tengo una extraña sonrisa para mis locos dolores, y pensamientos de cariño para estas invencibles tristezas que me envuelven.
Parece que debía yo contestar a Vd. ahora sus letras de Vd. De tal manera estoy yo ahora envuelto en pena, que, aun creyéndolo yo verdad, sería mentira cuanto dijese a Vd. de esto. Una vez más ha querido Vd. contener su corazón enfrente de mí; más me hubiera dicho Vd. que lo que en sus letras me dice; pero yo sí que las amo como son, y las amo más cada vez que las veo, y pocas y cortas, todavía perdono a Vd. a despecho de mi exigente voluntad, y en esas letras pudorosas o calculadamente frías, gozo y leo y amo al fin.
Amo en las letras que Vd. escribe. Esto podría llegar a ser principio de toda una plenitud en el amor.
Amar en mí, -y vierto aquí toda la creencia de mi espíritu- es cosa tan vigorosa, y tan absoluta, y tan extra-terrena, y tan hermosa, y tan alta, que en cuanto en la tierra estrechísima se mueve no ha hallado en donde ponerse entero todavía. Probablemente amarguísimo dolor -se habrá ido de la tierra sin completarse y sin ponerse. Angustia esto, de sentirse vivísimo y repleto de ternuras y de delicadezas inmortales, y de gemir horas enteras, -sin que mi alma me permita el derecho de exhalar gemidos, en esta atmósfera tibia, en esta pequeñez insoportable, en esta igualdad monótona, en esta vida medida, en este vacío de mis amores que sobre el cuerpo me pesa, y que a el lo abruma, y a mí dentro de el me sofoca perennemente y me oprime. Enfermedad de vivir: de esta enfermedad se murió Acuña.
Rosario, despiérteme Vd., no como a él, disculpable en alteza de alma, pero débil al fin e indigna de mí. Porque vivir es carga, por eso vivo; porque vivir es sufrimiento; por eso vivo: -vivo, porque yo he de ser más fuerte que todo obstáculo y todo valor.
Pero despiérteme Vd. a la agitación, a la exaltación, a las actividades, a las esperanzas, a todo cuanto pudiera hacerme posible la excusa y el olvido de la vida.
No hay inmodestia en las supremas angustias de mi espíritu. Rosario, vivo en ellas, y cuando yo hubiera vencido todas las miserias que me agobian, sufriría yo mucho, Rosario, sufriría yo siempre de estos mis nobles dolores de no hallar vida y de vivir.
Esfuércese Vd.; vénzame. Yo necesito encontrar ante mi alma una explicación, un deseo; un motivo justo, una disculpa noble de mi vida.
De cuantas vi, nadie más que Vd. podría. Y hace cuatro o seis días que tengo frío.
José Martí
Martí asiste en México a las tertulias del Liceo Hidalgo, donde conoce la famosa historia de Rosario de la Peña, musa de la intelectualidad mexicana de entonces, con su profunda belleza melancólica, a la que llamaban Rosario “la de Acuña” porque era comidilla de todos que el poeta Manuel Acuña se había envenenado el 8 de diciembre de 1873, a sus 24 años, con una dosis elevadísima de arsénico, y fue hallado su cadáver según cuentan en la habitación de su hotel junto a un “Nocturno” dedicado a Rosario. El amor frustrado entre ambos fue la causa que se adjudicó entonces a la muerte de Acuña, y Rosario fue culpada de aquel suicidio. Había por entonces el bando de quienes despotricaban contra la muchacha, y aquellos que la defendían. El joven Martí conoció y sucumbió a los encantos de Rosario de la Peña, una damisela de exquisito trato, belleza y sensibilidad, para quien las maneras del extranjero cubano le resultaban curiosamente atractivas. No hace falta agregar que aquella relación devino otro idilio, puesto que quien logró conquistar a Rosario fue otro poeta, Manuel María Flores.
Según se conoce, la casa de Rosario de la Peña fue un sitio obligado de encuentro para muchos de los escritores del segundo Romanticismo mexicano. Martí, quien estaba de paso por tierras mexicanas (recibido e instalado en la casa del diplomático Manuel Mercado), participó también de aquellas tertulias. Hoy traigo una carta que le dedica a la joven mexicana en 1875. Curiosamente, es el mismo año en que escribe su texto de elogio a Luisa Pérez de Zambrana, donde aprovecha para atacar a la Avellaneda bajo el seudónimo de Orestes. Fijaos en el parecido físico que debieron tener las dos mujeres, aunque en los retratos de su juventud, la cubana era aún más bella, más trigueña, e igualmente delicada y espontánea. ¿Alcanzaría esto para explicar esa predilección por un ideal específico de belleza femenino en Martí, más cercano a las dotes físicas de Luisa y Rosario?
Carta de amor a Rosario de la Peña,
[México, 1875]
Rosario:
Decía yo anoche la verdad. Tristezas como sombras me anonadan a veces y me envuelven. Y tienen estas pequeñeces tan real grandeza, y crezco yo en ellas tanto y me muevo yo tan bien, que -aunque yo no soy más que una perenne angustia de mí mismo- todavía tengo una extraña sonrisa para mis locos dolores, y pensamientos de cariño para estas invencibles tristezas que me envuelven.
Parece que debía yo contestar a Vd. ahora sus letras de Vd. De tal manera estoy yo ahora envuelto en pena, que, aun creyéndolo yo verdad, sería mentira cuanto dijese a Vd. de esto. Una vez más ha querido Vd. contener su corazón enfrente de mí; más me hubiera dicho Vd. que lo que en sus letras me dice; pero yo sí que las amo como son, y las amo más cada vez que las veo, y pocas y cortas, todavía perdono a Vd. a despecho de mi exigente voluntad, y en esas letras pudorosas o calculadamente frías, gozo y leo y amo al fin.
Amo en las letras que Vd. escribe. Esto podría llegar a ser principio de toda una plenitud en el amor.
Amar en mí, -y vierto aquí toda la creencia de mi espíritu- es cosa tan vigorosa, y tan absoluta, y tan extra-terrena, y tan hermosa, y tan alta, que en cuanto en la tierra estrechísima se mueve no ha hallado en donde ponerse entero todavía. Probablemente amarguísimo dolor -se habrá ido de la tierra sin completarse y sin ponerse. Angustia esto, de sentirse vivísimo y repleto de ternuras y de delicadezas inmortales, y de gemir horas enteras, -sin que mi alma me permita el derecho de exhalar gemidos, en esta atmósfera tibia, en esta pequeñez insoportable, en esta igualdad monótona, en esta vida medida, en este vacío de mis amores que sobre el cuerpo me pesa, y que a el lo abruma, y a mí dentro de el me sofoca perennemente y me oprime. Enfermedad de vivir: de esta enfermedad se murió Acuña.
Rosario, despiérteme Vd., no como a él, disculpable en alteza de alma, pero débil al fin e indigna de mí. Porque vivir es carga, por eso vivo; porque vivir es sufrimiento; por eso vivo: -vivo, porque yo he de ser más fuerte que todo obstáculo y todo valor.
Pero despiérteme Vd. a la agitación, a la exaltación, a las actividades, a las esperanzas, a todo cuanto pudiera hacerme posible la excusa y el olvido de la vida.
No hay inmodestia en las supremas angustias de mi espíritu. Rosario, vivo en ellas, y cuando yo hubiera vencido todas las miserias que me agobian, sufriría yo mucho, Rosario, sufriría yo siempre de estos mis nobles dolores de no hallar vida y de vivir.
Esfuércese Vd.; vénzame. Yo necesito encontrar ante mi alma una explicación, un deseo; un motivo justo, una disculpa noble de mi vida.
De cuantas vi, nadie más que Vd. podría. Y hace cuatro o seis días que tengo frío.
José Martí
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