Manuela:
Llegaste de improviso, como siempre. Sonriente. Notoria. Dulce. Eras tú. Te miré. Y la noche fue tuya. Toda. Mis palabras. Mis sonrisas. El viento que respiré y te enviaba en suspiros. El tiempo fue cómplice por el tiempo que alargué el discurso frente al Congreso para verte frente a mí, sin moverte, quieta, mía…
Utilicé las palabras más suaves y contundentes; sugerí espacios terrenales con problemas qué resolver mientras mi imaginación te recorría; los generales que aplaudieron de pie no se imaginaron que describía la noche del martes que nuestros caballos galoparon al unísono; que la descripción de oportunidades para superar el problema de la guerra, era la descripción de tus besos. Que los recursos que llegarían para la compra de arados y cañones, era la miel de tus ojos que escondías para guardar mi figura cansada, como me repetías para esconder las lágrimas del placer que te inundaba.
Y después, escuché tu voz. Era la misma. Te di la mano, y tu piel me recorrió entero. Igual… que los minutos eternos que detuvieron las mareas, el viento del norte, la rosa de los vientos, el tintineo de las estrellas colgadas en jardines secretos y el arco iris que se vio hasta la media noche. Fuiste todo eso, enfundada en tu uniforme de charreteras doradas, el mismo con el que agredes la torpeza de quienes desconocen cómo se construye la vida.
Mañana habrá otra sesión del Congreso. ¿Estarás?
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