19 January 2013
Rubén Darío, el cronista lúcido y actual
El cantor de las musas, el cisne de los versos y el testigo omnisciente del coloquio de los centauros, Rubén Darío, padre del movimiento literario modernista, está siendo celebrado una vez más con jornadas en su nombre para conmemorar el 146 aniversario de su nacimiento, en Metapa, hoy Ciudad Darío, el 18 de enero de 1867.
Conocido como poeta que buscó perfección de la forma, musicalidad verbal y goce estético, ha sido blanco de críticas por considerarlo hacedor de “una poesía de evasión repudiable”, como decía Marinelli; sin embargo, las dos terceras partes de su obra, constituidas por crónicas periodísticas, no muestran a un poeta que levitaba, sino a un hombre lejos del absentismo y conocedor de la realidad del mundo en sus diversas latitudes.
Aunque muchos de sus cuentos dan fe de un escritor que interpreta la realidad y denuncia los grandes males sociales, son sus crónicas las que muestran a un Darío que no se encerró en el peso del existencialismo sino que vivió el dolor de la humanidad, señaló las injusticias y se alzó contra la guerra y el anarquismo.
Su romance con las publicaciones periódicas llegó desde temprana edad, sin embargo, su esplendor vino luego de ser nombrado corresponsal del diario argentino La Nación, en España.
“La Nación era el más grande periódico de Sudamérica, pertenecía a los Mitres, miembros de la oligarquía progresista. Argentina era una potencia económica que Darío concebía como una cosmópolis que podría enfrentar a Estados Unidos. “Ahí él encontró la oportunidad de obtener ingresos que le permitieran el sustento”, señaló el doctor Jorge Eduardo Arellano.
Darío cruzó 12 veces el Atlántico, por lo que Arellano señala que sus crónicas son transatlánticas con temática mayoritariamente europea, y lo sitúa como testigo e intérprete lúcido de su tiempo.
Al ser nombrado corresponsal del diario, Darío pasó a ser para América lo que los cronistas de Indias fueron para Europa: en un mundo sin aviones, sin Internet ni telefonía celular aceptó el reto de convertirse en los ojos de los latinoamericanos que hurgaron en las entrañas de una España recién derrotada, despojada de sus últimas colonias, vista por él como “amputada, valiente y vencida”.
También fue el retratista con su pluma de un París que era su anhelo como Ciudad Luz, como la cumbre de aquella Exposición de arte de fin de siglo que aunque lo deslumbró no pudo evitar que dibujara también las escenas parisinas de vicios, de miseria, “el hoyo oscuro de donde salen tanto clamor y olor de muerte”.
Cronista de América para América
Pese a ser el cronista de Europa para América y de que haya recogido esas piezas periodísticas impregnadas de alto valor literario en “las grandes sábanas que eran las páginas de La Nación y que eran esperadas por un público selecto que anhelaba conocer de buena mano y de exquisita pluma los pormenores europeos”, según señaló Arellano, Darío demostró ser un cronista también comprometido con la realidad latinoamericana, más aún centroamericana y nicaragüense.
“A pesar de su cosmopolitismo, este cronista abordó todos los temas que estaban latentes en los ámbitos políticos, económicos y sociales, advirtiéndose el discurso latinoamericanista y el rechazo a todo imperio”, prosiguió.
Para Arellano, las de Darío fueron crónicas “de ideas, de literatura, de pensamiento” dentro de las que su oposición a la anarquía tuvo un lugar preponderante, sin olvidar el tema político; además, también presentó a América su propia realidad.
En el volumen La República de Panamá y otras crónicas desconocidas, compiladas por Arellano, nos encontramos al Darío hispanista, conocedor hasta la saciedad del “pulso dramático” de sus tierras y muestra a los lectores de La Nación, cómo no solo las princesas y emperatrices de la China cabían en su obra, pues políticos y presidentes de diversos países latinoamericanos fueron objeto de su pluma.
Idealista de la Unión Centroamericana, abogaba “por hacer de aquellas cinco naciones diminutas y desconocidas, una sola, que sería vista con menos indiferencia que ahora por el mundo entero”; sin embargo, no se quedaba en el ideal sino que exponía los factores que imposibilitaban alcanzar esta meta y con propiedad daba cuenta de todo el proceso que se había suscitado en pro de la unión.
Cada crónica es la materialización de investigaciones históricas, sociológicas, demográficas y políticas de un poeta que nunca escribió a la ligera ni ajeno al tema que le ocupaba, sino de un cronista conocedor de datos demográficos de diversas naciones, personajes políticos, coyuntura económica, como el detallado déficit de Cuba que expone en el texto “La insurrección en Cuba”.
Tan de su tiempo y tan actual, Darío publicó el 9 de marzo de 1902, siempre en La Nación, “La cuestión de los canales”, un texto que 111 años después aún se lee con interés porque expone las principales razones que evitaron la construcción del promocionado canal por Nicaragua, que hoy día sigue siendo El Dorado que se cree dinamizará la economía nacional.
Ni qué decir del repudio a la guerra y de su marcado antiintervencionismo cuyo blanco primordial fue la figura de Roosevelt y las políticas invasivas de los Estados Unidos.
En fin, son las crónicas de Darío, sobre todo aquellas referidas a América, las que justifican que Jorge Eduardo Arellano afirme que no fue “ni torremarfilista ni esteta político, sino un pensador progresista, cantor de nuestra América, acosado por los problemas del planeta”.
Félix Rubén García Sarmiento
Rubén Darío, seudónimo del verdadero nombre de Félix Rubén García Sarmiento, nació en Nicaragua el 18 de enero de 1867.
Influenciado por Victor Hugo y otros románticos franceses, Rubén Darío construiría una poesía novedosa en lengua castellana, que le valdría para ser considerado el padre del movimiento modernista a este lado del océano.
Con Rubén Darío,
la poesía se liberó de las retóricas continuidades que imperaban en el
siglo XIX para desnudarse al completo de la mano de un poeta revelador,
que suele identificarse con una imagen nacionalista construida en base a
algunos de sus poemas como la Salutación del optimista o la Marcha triunfal. Rubén Darío no se olvidó en su obra de la temática social,
a veces por encargo y otras por deseo propio, con obras en las que
ensalzó a héroes nacionales o criticó los males de su época, tales como
su Canto a la Argentina o A Roosevelt, donde manifesta su esperanza en la resistencia al imperialismo anglosajón, un sentimiento que también comparte el poema Los cisnes. Pero la poesía de Rubén Darío
era mucho más que eso. Rica en matices y símbolos, y con el erotismo y
el exotismo como principales vectores, la profundidad de su obra desvela
un torrente de sentimientos personales, que se oscurecieron por
momentos a causa de sus excesos con el alcohol.
Los jóvenes de la época comenzaron pronto a admirar la capacidad de Rubén Darío para transformar el lenguaje poético y su dominio de las estrofas y de ciertos versos, como el alejandrino. Pablo Neruda o Miguel Hernández,
por entonces todavía encarando los primeros años de juventud, crecieron
con el nicaragüense como referente del modernismo hispánico y en su
ritmo se apoyaron para escribir sus primeros poemas.
La obra de Rubén Darío tendría una
influencia capital también en la península, donde se convirtió, durante
su segunda visita a España, en el inspirador del grupo modernista de
donde saldrían los grandes nombres de la generación del 98, como Juan Ramón Jiménez, Antonio Machado o su buen amigo Ramón María del Valle-Inclán, hasta el punto de que éste haría aparecer a Darío en su obra más célebre, Luces de Bohemia, junto a Max Estrella y el marqués de Bradomín. La respuesta de Rubén Darío
no se hizo esperar. El nicaragüense se apresuró a dedicarle un poema a
Valle-Inclán que le definía a como «este gran don Ramón de las barbas de
chivo,/ cuya risa es la flor de su figura,/ parece un viejo dios
altanero y esquivo / que se animase en la frialdad de su escultura».
Entre las obras más recordadas y populares de Rubén Darío se encuentra el poema Canción de otoño en Primavera,
que comienza con cuatro evocadores versos: «Juventud, divino tesoro, /
¡ya te vas para no volver! / Cuando quiero llorar, no lloro... / y a
veces lloro sin querer...»
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