Exponente de una literatura donde se mezclan en igualdad de condiciones lo culto y lo profano, Luis Rogelio Nogueras (1944-1985) se inscribe entre los clásicos de las letras cubanas por su inédita capacidad para otorgar a lo cotidiano, sin adornos, el rango de la poesía.
Mucho se ha hablado de esta figura, que algunos apodaban “Wichy”, otros simplemente “El Rojo”, escritor incansable, capaz de unir con premeditada imprudencia rigor artístico y humor, exigencia y espontaneidad, a la hora de transitar por la difícil senda de la creación.
Defensor a ultranza del conversacionalismo, corriente empeñada en la búsqueda de la sencillez y la comunicación directa con el público, a través de una significativa economía de recursos, Nogueras despojó a sus textos de la ampulosidad y la retórica precedentes, sin renunciar por ello a la excelencia.
No en balde una de sus huellas más notables constituye la del también cubano José Zacarías Tallet (1893-1989), de quien escribirá en algún poema:
Desnudó a “la ninfa de rosada ala”
y la obligó a bailar borracha
en una fiesta de negros.
Desplumó a los cisnes y los
asó en púas.
No suspiró por princesas sino las poseyó.
No obstante, según palabras de Guillermo Rodríguez Rivera, uno de sus compañeros de generación, la lírica del Wichy superará con creces los presupuestos de esta vertiente e incorporará algunos signos del posmodernismo literario.
En efecto, desde su inicial “Cabeza de zanahoria” (1967), Premio David de la Unión de Escritores y Artistas de Cuba, hasta “La forma de las cosas que vendrán”, volumen inconcluso debido a su prematura muerte con solo 40 años, “El Rojo” conformó una obra que devino perverso juego con el lenguaje, ejercicio crítico de la literatura desde la literatura, sin perder ni un instante la aguda ironía e imaginación cultivadas durante toda su vida.
Repasemos para comprobarlo aquellos versos titulados “Le digo a mi hijo”, donde acomete, a manera de epitafio, un falseamiento de las fuentes y los referentes de su historia, burlándose de personajes de existencia improbable como aquel:
“Walaz Telémaco: 51 años
Escultor laureado con la orden Oaszith
de primer grado.
Murió aplastado por una roca
cuando trabajaba en su monumento a
Brancusi”
Este es el Wichy en estado puro, como también es Nogueras el autor de textos que toman partido con acontecimientos concretos de la historia, entre ellos la guerra de Vietnam. Así lo demuestra en el poema “El bombardeo a una aldea”:
“El pueblo estaba junto al río.
Y después ya no quedó río, ni pueblo, ni nada...
Sólo unas manchas en la tierra
Como de cal, pero azules”.
Imágenes como esta ratifican a un bardo comprometido con su tiempo.
Y no podía ser de otra manera, si tenemos en cuenta que proviene de aquel grupo de intelectuales reunidos desde 1966 en torno a la publicación El Caimán Barbudo, estandarte de una inédita concepción acerca del papel de la cultura en la nueva sociedad.
Enemigos de la mediocridad y el dogmatismo “los del Caimán” pronto serían víctimas de la incomprensión, dada la absoluta verticalidad de sus planteamientos, recogidos en su texto fundacional Nos pronunciamos:
“Rechazamos la mala poesía que trata de justificarse con denotaciones revolucionarias repetidora de fórmulas pobres y gastadas”.
Los años, sin embargo, sacaron a la luz el altísimo rango de aquellos radicales, que defendieron en su momento una poesía en la cual tuviesen cabida, en iguales dosis, las palabras “corazón y carajo”.
Acerquémonos pues al Wichy, a través de su extensa producción lírica recogida en libros como “Imitación de la vida” (Premio Casa de las Américas en 1981), “Las quince mil vidas del caminante” o “El último caso del inspector”.
Como prueba de su multifacética labor quedarán, además, sus incursiones en la novela de espionaje (“Y si muero mañana”), y sus guiones para cine, que devinieron películas de rotundo éxito.
Para recordarlo, basten las palabras de su colega y amigo Víctor Casaus, quien en cierta ocasión lo definió como: “Un poeta pelirrojo y carismático, que llenaba de simpatía las tertulias, y de promesas a sus hipotéticas o futuras amantes”.
Mucho se ha hablado de esta figura, que algunos apodaban “Wichy”, otros simplemente “El Rojo”, escritor incansable, capaz de unir con premeditada imprudencia rigor artístico y humor, exigencia y espontaneidad, a la hora de transitar por la difícil senda de la creación.
Defensor a ultranza del conversacionalismo, corriente empeñada en la búsqueda de la sencillez y la comunicación directa con el público, a través de una significativa economía de recursos, Nogueras despojó a sus textos de la ampulosidad y la retórica precedentes, sin renunciar por ello a la excelencia.
No en balde una de sus huellas más notables constituye la del también cubano José Zacarías Tallet (1893-1989), de quien escribirá en algún poema:
Desnudó a “la ninfa de rosada ala”
y la obligó a bailar borracha
en una fiesta de negros.
Desplumó a los cisnes y los
asó en púas.
No suspiró por princesas sino las poseyó.
No obstante, según palabras de Guillermo Rodríguez Rivera, uno de sus compañeros de generación, la lírica del Wichy superará con creces los presupuestos de esta vertiente e incorporará algunos signos del posmodernismo literario.
En efecto, desde su inicial “Cabeza de zanahoria” (1967), Premio David de la Unión de Escritores y Artistas de Cuba, hasta “La forma de las cosas que vendrán”, volumen inconcluso debido a su prematura muerte con solo 40 años, “El Rojo” conformó una obra que devino perverso juego con el lenguaje, ejercicio crítico de la literatura desde la literatura, sin perder ni un instante la aguda ironía e imaginación cultivadas durante toda su vida.
Repasemos para comprobarlo aquellos versos titulados “Le digo a mi hijo”, donde acomete, a manera de epitafio, un falseamiento de las fuentes y los referentes de su historia, burlándose de personajes de existencia improbable como aquel:
“Walaz Telémaco: 51 años
Escultor laureado con la orden Oaszith
de primer grado.
Murió aplastado por una roca
cuando trabajaba en su monumento a
Brancusi”
Este es el Wichy en estado puro, como también es Nogueras el autor de textos que toman partido con acontecimientos concretos de la historia, entre ellos la guerra de Vietnam. Así lo demuestra en el poema “El bombardeo a una aldea”:
“El pueblo estaba junto al río.
Y después ya no quedó río, ni pueblo, ni nada...
Sólo unas manchas en la tierra
Como de cal, pero azules”.
Imágenes como esta ratifican a un bardo comprometido con su tiempo.
Y no podía ser de otra manera, si tenemos en cuenta que proviene de aquel grupo de intelectuales reunidos desde 1966 en torno a la publicación El Caimán Barbudo, estandarte de una inédita concepción acerca del papel de la cultura en la nueva sociedad.
Enemigos de la mediocridad y el dogmatismo “los del Caimán” pronto serían víctimas de la incomprensión, dada la absoluta verticalidad de sus planteamientos, recogidos en su texto fundacional Nos pronunciamos:
“Rechazamos la mala poesía que trata de justificarse con denotaciones revolucionarias repetidora de fórmulas pobres y gastadas”.
Los años, sin embargo, sacaron a la luz el altísimo rango de aquellos radicales, que defendieron en su momento una poesía en la cual tuviesen cabida, en iguales dosis, las palabras “corazón y carajo”.
Acerquémonos pues al Wichy, a través de su extensa producción lírica recogida en libros como “Imitación de la vida” (Premio Casa de las Américas en 1981), “Las quince mil vidas del caminante” o “El último caso del inspector”.
Como prueba de su multifacética labor quedarán, además, sus incursiones en la novela de espionaje (“Y si muero mañana”), y sus guiones para cine, que devinieron películas de rotundo éxito.
Para recordarlo, basten las palabras de su colega y amigo Víctor Casaus, quien en cierta ocasión lo definió como: “Un poeta pelirrojo y carismático, que llenaba de simpatía las tertulias, y de promesas a sus hipotéticas o futuras amantes”.
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